Allí, sobre los hornos de Lonquén.

Un horno construido en bloques,
Bloques de barro y paja,
Un material rugoso
Impregnado del agua del invierno,
Una cóncava entrada
Hacia una bóveda quemada, ennegrecida
Cubierta por el hollín de la madera ardida,
Un sitio transformado en tumba,
Un sitio en donde se guardaron esos inmensos ojos,
El gesto de asombro más profundo
Y el silencio húmedo y callado.
La boca sellada por el miedo,
La mirada esquiva y la palabra estática,
La soledad inmensa de las almas:
Todo el mal rondando sobre un sitio
En que otrora el sudor levantaba el noble material
Acogedor de multitud de vidas,
Porque, verán ustedes:
Un ladrillo contiene esa ternura de la greda,
La suavidad rugosa de la tierra,
La imperceptible gloria de las manos,
Tierra en la tierra,
Frescura en en los días maltratados
Por el calor persistente del verano;
Tibieza en la rudeza del invierno,
Materia fundamental de los hogares.
Y de pronto todo vuela por los aires
Y se convierte en polvo
La bóveda se marcha veloz al mismo cielo,
Convertida en partículas de estrellas.
Y esa luna que alumbraba el paisaje simple
Se despertó con el fulgor del estallido
Y los perros de las barriadas aledañas
Ladraron sin saber a qué ladraban.
Las llantas de unas ruedas sobre el piso,
La risas de aquellos que escapaban,
El paso de perro callejero,
La figura de un gato negro en la calzada,
La inocencia de todos los malvados
Y la bondad de los que, estando muertos,
De su sueño mayor resucitaban.
La greda de un ladrillo sonríe melancólica:
Al fin la luz entraba en su morada.


Jorge Arturo Ortiz©

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